Editorial: Alfaguara, 2013
Temática: Autobiografía
Sipnosis:
En el verano del 76 una niña inteligente, observadora e intuitiva está lista para dejar atrás la infancia. Su pequeño mundo familiar y suburbano, atravesado por las tensiones del esfuerzo diario y el resentimiento de las ilusiones perdidas, está dominado por una figura central y referente: su papá. Un padre apuesto, a
SANTIAGO GARCÍA TIRADO
En Un comunista en calzoncillos (Alfaguara, 2013), la propuesta de Claudia Piñeiro es una (¿primera?) entrega de sus memorias en forma de relato cálido, humano, donde recrea la épica cotidiana de una familia humilde del Buenos Aires de los 60. No se dejen apabullar por el título, porque no van a encontrar aquí una “Carta al padre” a lo kafkiano, ni tampoco otra vindicación del Héroe en su faceta menor, como parte de una familia (y “en calzoncillos”). El empeño de Claudia Piñeiro (Burzaco, Bs. As., 1960) es mucho más comedido, más modesto: lo que ofrece es la historia de una familia gris, sin aspiraciones y por encima de todo, triste; su propia familia. Sentirse narrado en esa familia, revivir la infancia y la adolescencia en las anécdotas que componen su mosaico de vida es un efecto inmediato de la lectura al alcance de cualquiera que se atreva a abrir a la novela. Sin duda, su mayor logro.
El relato describe el nacimiento del mundo alrededor de esa niña que se llama Claudia, que vive en Burzaco, que en todas partes oye rumores y medias palabras, que se esfuerza por dotar de un significado a cada nueva pieza que la vida le pone delante. Ineludible siempre, inmensa, la imagen del padre, un gallego de malas pulgas, guapo, en guerra con la humanidad, díscolo y deportista, pero nunca héroe. Sin embargo el padre es la referencia, el fiel del estado de ánimo de la niña Claudia; el padre es la lucha por la existencia, y en raras ocasiones, el portento inesperado en forma de chocolatina. Lo demás es Claudia orbitando a su alrededor, la mala conciencia inducida, el colegio de monjas y, en fin, el mundo perfectamente empaquetado y clasificado de la educación dirigida a formar ciudadanos honestos y cumplidores. De entre el paisaje burzaqueño, Claudia escoge para coronar su iconostasio personal al ombú, el árbol centenario que se yergue en la plaza, y que ejerce de refugio en medio de la grisura ambiente. En un momento de candor, hacia el final del relato, padre y ombú se confunden en uno, en lo que será un momento simbólico evidente, en absoluto intrincado. No faltarán turbulencias en el futuro, parece decir Piñeiro, pero esa figura del padre-ombú permanecerá siempre en su imaginario como el punto al que volver cuando las circunstancias dinamiten las pequeñas certezas sobre las que se soporta la vida.
Quizá ahora entiendan el homenaje que encierra el título, la alabanza del individuo gris que, en la esfera mínima de una niña, es tanto como un pequeño dios. Gumer, el padre de Piñeiro, no acabó con la dictadura argentina, no militó en grupos revolucionarios, no fue artista, no hizo mal a nadie. Por eso hay que leer esta historia, porque en esa sucesión de nones que define a Gumer está también la esencia de la inmensa mayoría, los que, sin embargo, jamás apareceremos en una crónica que valga la pena.
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Opinión: Primera novela que leo de Claudia Piñeiro.En Un comunista en calzoncillos (Alfaguara, 2013), la propuesta de Claudia Piñeiro es una (¿primera?) entrega de sus memorias en forma de relato cálido, humano, donde recrea la épica cotidiana de una familia humilde del Buenos Aires de los 60. No se dejen apabullar por el título, porque no van a encontrar aquí una “Carta al padre” a lo kafkiano, ni tampoco otra vindicación del Héroe en su faceta menor, como parte de una familia (y “en calzoncillos”). El empeño de Claudia Piñeiro (Burzaco, Bs. As., 1960) es mucho más comedido, más modesto: lo que ofrece es la historia de una familia gris, sin aspiraciones y por encima de todo, triste; su propia familia. Sentirse narrado en esa familia, revivir la infancia y la adolescencia en las anécdotas que componen su mosaico de vida es un efecto inmediato de la lectura al alcance de cualquiera que se atreva a abrir a la novela. Sin duda, su mayor logro.
El relato describe el nacimiento del mundo alrededor de esa niña que se llama Claudia, que vive en Burzaco, que en todas partes oye rumores y medias palabras, que se esfuerza por dotar de un significado a cada nueva pieza que la vida le pone delante. Ineludible siempre, inmensa, la imagen del padre, un gallego de malas pulgas, guapo, en guerra con la humanidad, díscolo y deportista, pero nunca héroe. Sin embargo el padre es la referencia, el fiel del estado de ánimo de la niña Claudia; el padre es la lucha por la existencia, y en raras ocasiones, el portento inesperado en forma de chocolatina. Lo demás es Claudia orbitando a su alrededor, la mala conciencia inducida, el colegio de monjas y, en fin, el mundo perfectamente empaquetado y clasificado de la educación dirigida a formar ciudadanos honestos y cumplidores. De entre el paisaje burzaqueño, Claudia escoge para coronar su iconostasio personal al ombú, el árbol centenario que se yergue en la plaza, y que ejerce de refugio en medio de la grisura ambiente. En un momento de candor, hacia el final del relato, padre y ombú se confunden en uno, en lo que será un momento simbólico evidente, en absoluto intrincado. No faltarán turbulencias en el futuro, parece decir Piñeiro, pero esa figura del padre-ombú permanecerá siempre en su imaginario como el punto al que volver cuando las circunstancias dinamiten las pequeñas certezas sobre las que se soporta la vida.
Quizá ahora entiendan el homenaje que encierra el título, la alabanza del individuo gris que, en la esfera mínima de una niña, es tanto como un pequeño dios. Gumer, el padre de Piñeiro, no acabó con la dictadura argentina, no militó en grupos revolucionarios, no fue artista, no hizo mal a nadie. Por eso hay que leer esta historia, porque en esa sucesión de nones que define a Gumer está también la esencia de la inmensa mayoría, los que, sin embargo, jamás apareceremos en una crónica que valga la pena.
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Calificación: 5,5
SANTIAGO GARCÍA TIRADO
En Un comunista en calzoncillos (Alfaguara, 2013), la propuesta de Claudia Piñeiro es una (¿primera?) entrega de sus memorias en forma de relato cálido, humano, donde recrea la épica cotidiana de una familia humilde del Buenos Aires de los 60. No se dejen apabullar por el título, porque no van a encontrar aquí una “Carta al padre” a lo kafkiano, ni tampoco otra vindicación del Héroe en su faceta menor, como parte de una familia (y “en calzoncillos”). El empeño de Claudia Piñeiro (Burzaco, Bs. As., 1960) es mucho más comedido, más modesto: lo que ofrece es la historia de una familia gris, sin aspiraciones y por encima de todo, triste; su propia familia. Sentirse narrado en esa familia, revivir la infancia y la adolescencia en las anécdotas que componen su mosaico de vida es un efecto inmediato de la lectura al alcance de cualquiera que se atreva a abrir a la novela. Sin duda, su mayor logro.
El relato describe el nacimiento del mundo alrededor de esa niña que se llama Claudia, que vive en Burzaco, que en todas partes oye rumores y medias palabras, que se esfuerza por dotar de un significado a cada nueva pieza que la vida le pone delante. Ineludible siempre, inmensa, la imagen del padre, un gallego de malas pulgas, guapo, en guerra con la humanidad, díscolo y deportista, pero nunca héroe. Sin embargo el padre es la referencia, el fiel del estado de ánimo de la niña Claudia; el padre es la lucha por la existencia, y en raras ocasiones, el portento inesperado en forma de chocolatina. Lo demás es Claudia orbitando a su alrededor, la mala conciencia inducida, el colegio de monjas y, en fin, el mundo perfectamente empaquetado y clasificado de la educación dirigida a formar ciudadanos honestos y cumplidores. De entre el paisaje burzaqueño, Claudia escoge para coronar su iconostasio personal al ombú, el árbol centenario que se yergue en la plaza, y que ejerce de refugio en medio de la grisura ambiente. En un momento de candor, hacia el final del relato, padre y ombú se confunden en uno, en lo que será un momento simbólico evidente, en absoluto intrincado. No faltarán turbulencias en el futuro, parece decir Piñeiro, pero esa figura del padre-ombú permanecerá siempre en su imaginario como el punto al que volver cuando las circunstancias dinamiten las pequeñas certezas sobre las que se soporta la vida.
Quizá ahora entiendan el homenaje que encierra el título, la alabanza del individuo gris que, en la esfera mínima de una niña, es tanto como un pequeño dios. Gumer, el padre de Piñeiro, no acabó con la dictadura argentina, no militó en grupos revolucionarios, no fue artista, no hizo mal a nadie. Por eso hay que leer esta historia, porque en esa sucesión de nones que define a Gumer está también la esencia de la inmensa mayoría, los que, sin embargo, jamás apareceremos en una crónica que valga la pena.
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En Un comunista en calzoncillos (Alfaguara, 2013), la propuesta de Claudia Piñeiro es una (¿primera?) entrega de sus memorias en forma de relato cálido, humano, donde recrea la épica cotidiana de una familia humilde del Buenos Aires de los 60. No se dejen apabullar por el título, porque no van a encontrar aquí una “Carta al padre” a lo kafkiano, ni tampoco otra vindicación del Héroe en su faceta menor, como parte de una familia (y “en calzoncillos”). El empeño de Claudia Piñeiro (Burzaco, Bs. As., 1960) es mucho más comedido, más modesto: lo que ofrece es la historia de una familia gris, sin aspiraciones y por encima de todo, triste; su propia familia. Sentirse narrado en esa familia, revivir la infancia y la adolescencia en las anécdotas que componen su mosaico de vida es un efecto inmediato de la lectura al alcance de cualquiera que se atreva a abrir a la novela. Sin duda, su mayor logro.
El relato describe el nacimiento del mundo alrededor de esa niña que se llama Claudia, que vive en Burzaco, que en todas partes oye rumores y medias palabras, que se esfuerza por dotar de un significado a cada nueva pieza que la vida le pone delante. Ineludible siempre, inmensa, la imagen del padre, un gallego de malas pulgas, guapo, en guerra con la humanidad, díscolo y deportista, pero nunca héroe. Sin embargo el padre es la referencia, el fiel del estado de ánimo de la niña Claudia; el padre es la lucha por la existencia, y en raras ocasiones, el portento inesperado en forma de chocolatina. Lo demás es Claudia orbitando a su alrededor, la mala conciencia inducida, el colegio de monjas y, en fin, el mundo perfectamente empaquetado y clasificado de la educación dirigida a formar ciudadanos honestos y cumplidores. De entre el paisaje burzaqueño, Claudia escoge para coronar su iconostasio personal al ombú, el árbol centenario que se yergue en la plaza, y que ejerce de refugio en medio de la grisura ambiente. En un momento de candor, hacia el final del relato, padre y ombú se confunden en uno, en lo que será un momento simbólico evidente, en absoluto intrincado. No faltarán turbulencias en el futuro, parece decir Piñeiro, pero esa figura del padre-ombú permanecerá siempre en su imaginario como el punto al que volver cuando las circunstancias dinamiten las pequeñas certezas sobre las que se soporta la vida.
Quizá ahora entiendan el homenaje que encierra el título, la alabanza del individuo gris que, en la esfera mínima de una niña, es tanto como un pequeño dios. Gumer, el padre de Piñeiro, no acabó con la dictadura argentina, no militó en grupos revolucionarios, no fue artista, no hizo mal a nadie. Por eso hay que leer esta historia, porque en esa sucesión de nones que define a Gumer está también la esencia de la inmensa mayoría, los que, sin embargo, jamás apareceremos en una crónica que valga la pena.
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El relato describe el nacimiento del mundo alrededor de esa niña que se llama Claudia, que vive en Burzaco, que en todas partes oye rumores y medias palabras, que se esfuerza por dotar de un significado a cada nueva pieza que la vida le pone delante. Ineludible siempre, inmensa, la imagen del padre, un gallego de malas pulgas, guapo, en guerra con la humanidad, díscolo y deportista, pero nunca héroe. Sin embargo el padre es la referencia, el fiel del estado de ánimo de la niña Claudia; el padre es la lucha por la existencia, y en raras ocasiones, el portento inesperado en forma de chocolatina. Lo demás es Claudia orbitando a su alrededor, la mala conciencia inducida, el colegio de monjas y, en fin, el mundo perfectamente empaquetado y clasificado de la educación dirigida a formar ciudadanos honestos y cumplidores. De entre el paisaje burzaqueño, Claudia escoge para coronar su iconostasio personal al ombú, el árbol centenario que se yergue en la plaza, y que ejerce de refugio en medio de la grisura ambiente. En un momento de candor, hacia el final del relato, padre y ombú se confunden en uno, en lo que será un momento simbólico evidente, en absoluto intrincado. No faltarán turbulencias en el futuro, parece decir Piñeiro, pero esa figura del padre-ombú permanecerá siempre en su imaginario como el punto al que volver cuando las circunstancias dinamiten las pequeñas certezas sobre las que se soporta la vida.
Quizá ahora entiendan el homenaje que encierra el título, la alabanza del individuo gris que, en la esfera mínima de una niña, es tanto como un pequeño dios. Gumer, el padre de Piñeiro, no acabó con la dictadura argentina, no militó en grupos revolucionarios, no fue artista, no hizo mal a nadie. Por eso hay que leer esta historia, porque en esa sucesión de nones que define a Gumer está también la esencia de la inmensa mayoría, los que, sin embargo, jamás apareceremos en una crónica que valga la pena.
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El relato describe el nacimiento del mundo alrededor de esa niña que se llama Claudia, que vive en Burzaco, que en todas partes oye rumores y medias palabras, que se esfuerza por dotar de un significado a cada nueva pieza que la vida le pone delante. Ineludible siempre, inmensa, la imagen del padre, un gallego de malas pulgas, guapo, en guerra con la humanidad, díscolo y deportista, pero nunca héroe. Sin embargo el padre es la referencia, el fiel del estado de ánimo de la niña Claudia; el padre es la lucha por la existencia, y en raras ocasiones, el portento inesperado en forma de chocolatina. Lo demás es Claudia orbitando a su alrededor, la mala conciencia inducida, el colegio de monjas y, en fin, el mundo perfectamente empaquetado y clasificado de la educación dirigida a formar ciudadanos honestos y cumplidores. De entre el paisaje burzaqueño, Claudia escoge para coronar su iconostasio personal al ombú, el árbol centenario que se yergue en la plaza, y que ejerce de refugio en medio de la grisura ambiente. En un momento de candor, hacia el final del relato, padre y ombú se confunden en uno, en lo que será un momento simbólico evidente, en absoluto intrincado. No faltarán turbulencias en el futuro, parece decir Piñeiro, pero esa figura del padre-ombú permanecerá siempre en su imaginario como el punto al que volver cuando las circunstancias dinamiten las pequeñas certezas sobre las que se soporta la vida.
Quizá ahora entiendan el homenaje que encierra el título, la alabanza del individuo gris que, en la esfera mínima de una niña, es tanto como un pequeño dios. Gumer, el padre de Piñeiro, no acabó con la dictadura argentina, no militó en grupos revolucionarios, no fue artista, no hizo mal a nadie. Por eso hay que leer esta historia, porque en esa sucesión de nones que define a Gumer está también la esencia de la inmensa mayoría, los que, sin embargo, jamás apareceremos en una crónica que valga la pena.
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